VII. Gustavo Petrovich
VII. Gustavo Petrovich
Marcel ha conseguido los demás discos de El Salmón en Quilca. Yo mismo lo he acompañado. Ambos discutimos la situación actual de Marc en el micro.
- ¿Qué dices?
- Que está ensimismado, catatónicamente indefenso...
Marcel miró por la ventana del micro. Sus ojos estaban rojos por la marihuana. No sonreía pero tenía una especie de mueca en la cara. Su bigote estaba crecido y su barba también. El cabello le llegaba a los hombros.
- ¿Cómo que ensimismado?
- Ya sabes -empieza a explicar Marcel-, está enganchado...
- ¿Enganchado a qué?
Marcel volvió a cabecear encima de su asiento. Junto a nosotros había un gringo muy raro que se bajó a la altura de la avenida Arequipa, en Lince. Procedí a sentarme en su lugar, junto a Marcel.
- Entonces, ¿crees que Marc actúe de manera sincera con nosotros?
Marcel sonrió, movió la cabeza de un lado a otro.
- Ya veremos qué pasa... -dijo.
Bajamos y caminamos por Quilca. Es un miércoles cualquiera y no hay dinero ni ganas de hacer nada. Caminamos por la pista y subimos hasta la altura de El Averno. De repente nos dan ganas de fumar y volvemos en dirección contraria. Nos metemos en la feria César Vallejo, donde venden gran variedad de libros usados y discos piratas. Hay puestos donde venden casetes y polos con nombres de grupos subterráneos y “anarcopunks” (había cierto misticismo en todo esto) y Marcel llevaba una camisa de franela a cuadros.
El puesto de La Mosca estaba cerrado. Decidimos dar una vuelta por la plaza San Martín y fumar.
- Marc siempre tan materialista...
- La invitó a ese restaurante...
- ...¿Alfresco?
- Sí...
Estábamos agazapados. La gente alrededor nuestro caminaba y hablaba por igual. Una señora muy gorda separó ambas cejas al vernos fumar, hizo un:
- Ts, ts, ts...
Continuamos hablando:
- Entonces Marc la llevó a comer, pagó con su tarjeta, ya sabes...
- ¿Y después?
- Naa... Se la llevó a caminar por ahí.
- ¿A dónde?
- Al olivar.
Marcel y yo sonreímos.
- Qué romántico...
La señora desapareció confundida entre la multitud. Creo que había un montón de gente lavando la bandera o algo por el estilo. Creo que se respiraba un aire patriótico.
- Entonces Marc le dijo que no sabía besar bien, y le pidió a Lucciana que por favor le enseñara...
- ¡Ja, ja, ja, ja!
- ...y ella lo hizo.
Le di un toque al wiro entre mis manos y boté el humo al cielo carente de estrellas. Habían pintas por todos lados que rezaban cosas como “ABAJO LA DICTADURA”, “¡DEMOCRACIA!”. Lima era un hervidero, las cosas andaban algo inquietas... Pero nosotros fumábamos, y la gente alrededor ignoraba nuestra existencia.
Volvimos a bajar por Quilca:
- Te digo que el huevón hizo que sucediera todo esto, lo complicó todo, huevón.
Marcel asiente. Levanta los hombros. Dice que ya no le importa nada, ni siquiera eso. Pero a mí sí me importa, y vuelvo a pensar en Lucciana una vez más.
Estamos en el puesto de La Mosca. La Mosca es una especie de ente. Pasa la mayor parte de su vida entre Galerías Brasil y Quilca surtiendo de música a algunos puestos especializados cosas algo difíciles de encontrar.
- Oye, man... -La Mosca saluda a Marcel con un apretón de manos.
En pocos minutos su puesto ya está abierto al público. No parece tener gran cantidad ni variedad de discos, ni nada. Resulta extraño.
- Conseguí los casetes... -dice, por fin.
Yo estoy cansado de esperar.
Marcel asiente y mira un par de casetes de Piero y Charly García.
- Algo le pasa... a tu perro -le susurro a La Mosca.
El perro de La Mosca yace sobre una manta marrón, algo hippie, sucia de barro y de polvo. Le señalo sus patas traseras. La Mosca le propina un par de patadas suaves en la cabeza.
- ¡Vamos, Rilo, ya! ¡Levántate!
El perro lanza un suspiro.
Le entrega los casetes a Marcel. La cubierta de los casetes está dibujada con lápiz. Un intento vano de imitar la carátula de El salmón. Marcel le paga diez soles por los cuatro casetes. La Mosca dice que en Polvos Azules venden el paquete con cinco discos, no sabe a cuánto. Dice que es una caja, y que en la caja hay un librito con las letras y algunas fotos donde a Calamaro se le ve cadavérico, oscuro, flaco, como un drogadicto... La Mosca sonríe. Dice que se pasó una noche escuchando y grabando el material. La Mosca volvió a sonreír. Está raro el álbum, dice. Un poco raro está, y termina.
La Mosca dice que lo llamemos por si necesitamos algo de hierva. Yo no sabía que Marcel le comprara a La Mosca marihuana, pero parece que Marcel tampoco sabía que La Mosca vendía. Yo le pregunto una vez que estamos afuera, cómo conoce a La Mosca. Y Marcel dice:
- Un amigo de la Universidad me lo presentó.
Yo le pregunto que qué amigo de la Universidad es ése que le presentó a La Mosca.
- Un amigo que no conoces.
Volteo y examino los casetes. Marcel parece contento. Parece que ya no piensa más en Lucciana y puede descansar un poco más de todo esto por un rato.
Sonríe.
- Ahora sí debo ser el único sujeto en toda esta ciudad con el álbum completo de El salmón.
Le doy la razón.
- Sí. Tú y el tío ése de Polvos Azules...
Es domingo temprano. Me despierto agitado con el sonido del teléfono. Corro hacia él atravesando la sala de estar con la televisión prendida. Son las doce del mediodía. Contesto el teléfono. Es Walter.
- ¿Cómo te va Gustavo?
- Bien...
- Te he despertado... -Walter lanza una carcajada.
- Así parece.
Asomo mi cabeza por la ventana. Mi madre riega el jardín con una manguera sin zapatos y escucho que Tomás está tocando guitarra en algún lado. No sé por qué está prendido el televisor de la sala, lo apago.
- ¿Viste lo que pasó anoche?
- ¿Por qué no apareciste?
Escucho la respiración nasal de Walter...
- ¿Viste lo que pasó?
Veo una vez más a mi madre. Riega el jardín sin zapatos y me temo que se va a enfermar.
- ¿Lo de Montesinos, lo del nuevo vladivideo?
Walter lanza otra carcajada.
- Ya fue el chino, ¿no? -le comento.
- De hecho. Hace rato.
- ¿Y ustedes qué hicieron? -pregunta Walter.
- Estuvimos aquí, en mi casa.
- ¿Quienes?
- Marcel, Marc, yo... y creo que también estaban Dedo y El Men...
Escucho que Walter dice algo así como: esa gente...
- ¿Y qué pasó? -me pregunta- ¿qué pasó con Lucciana y Marcel, y todo eso...?
Me pregunto por qué Walter me pregunta aquello justo ahora, mientras lo que yo más quiero es volver a mi cuarto y volverme a dormir, o llorar.
- No sé, creo que todo está bien...
Error: Marc había roto un cenicero valioso que estaba ahora estúpidamente escondido debajo de una mesa, alguien había orinado encima de una bolsita incaica de Lucciana, y la habían llenado de latas de cerveza, y la habían botado a la basura sin titubear.
- ¿Qué más? -preguntó Walter, entre risitas.
Marc y yo nos habíamos batido a golpes escuchando las primeras canciones del segundo disco de El salmón. Finalmente nos habíamos odiado después de poner sobre la mesa nuestra verdadera condición frente a ella.
- ¿Y qué más?
- No sé huevón, fue extraño.
Estábamos en la mesa, sentados, bebiendo, cuando Marc había dicho que yo era un maldito hijoputa, no sé por qué (supongo que por haber intentado ligar con Lucciana) y yo le dije que el único hijoputa era él, y empezó a sonar una canción larguísima y absurda (sin duda alguna, desquiciada) en algún momento del disco número cinco, y todos empezamos a gritar que era un puta, que Lucciana era un puta, y que nosotros éramos unos completos hijoputas por estar así con ella.
- Asu...
- Es todo lo que te has perdido, Walter.
Empezamos a llamar por teléfono a números de gente apellidada Eloy (sólo para gritarles ¡Eloy! ¡Eloy!) y a los pocos minutos nos devolvieron la llamada con amenazas de demanda, a eso de las tres de la mañana...
Antes de colgar, Walter me pregunta:
- ¿Y qué va a pasar ahora con Lucciana?
- Qué va a pasar... nada. Supongo que tarde o temprano desaparecerá...
Walter reniega, dice que no puede desaparecer antes de hacerla con ella.
- ¿Hacer qué con ella, Walter? -le pregunto.
Walter dice:
- Ya sabes, hombre.
Y yo cuelgo.
Marcel ha conseguido los demás discos de El Salmón en Quilca. Yo mismo lo he acompañado. Ambos discutimos la situación actual de Marc en el micro.
- ¿Qué dices?
- Que está ensimismado, catatónicamente indefenso...
Marcel miró por la ventana del micro. Sus ojos estaban rojos por la marihuana. No sonreía pero tenía una especie de mueca en la cara. Su bigote estaba crecido y su barba también. El cabello le llegaba a los hombros.
- ¿Cómo que ensimismado?
- Ya sabes -empieza a explicar Marcel-, está enganchado...
- ¿Enganchado a qué?
Marcel volvió a cabecear encima de su asiento. Junto a nosotros había un gringo muy raro que se bajó a la altura de la avenida Arequipa, en Lince. Procedí a sentarme en su lugar, junto a Marcel.
- Entonces, ¿crees que Marc actúe de manera sincera con nosotros?
Marcel sonrió, movió la cabeza de un lado a otro.
- Ya veremos qué pasa... -dijo.
Bajamos y caminamos por Quilca. Es un miércoles cualquiera y no hay dinero ni ganas de hacer nada. Caminamos por la pista y subimos hasta la altura de El Averno. De repente nos dan ganas de fumar y volvemos en dirección contraria. Nos metemos en la feria César Vallejo, donde venden gran variedad de libros usados y discos piratas. Hay puestos donde venden casetes y polos con nombres de grupos subterráneos y “anarcopunks” (había cierto misticismo en todo esto) y Marcel llevaba una camisa de franela a cuadros.
El puesto de La Mosca estaba cerrado. Decidimos dar una vuelta por la plaza San Martín y fumar.
- Marc siempre tan materialista...
- La invitó a ese restaurante...
- ...¿Alfresco?
- Sí...
Estábamos agazapados. La gente alrededor nuestro caminaba y hablaba por igual. Una señora muy gorda separó ambas cejas al vernos fumar, hizo un:
- Ts, ts, ts...
Continuamos hablando:
- Entonces Marc la llevó a comer, pagó con su tarjeta, ya sabes...
- ¿Y después?
- Naa... Se la llevó a caminar por ahí.
- ¿A dónde?
- Al olivar.
Marcel y yo sonreímos.
- Qué romántico...
La señora desapareció confundida entre la multitud. Creo que había un montón de gente lavando la bandera o algo por el estilo. Creo que se respiraba un aire patriótico.
- Entonces Marc le dijo que no sabía besar bien, y le pidió a Lucciana que por favor le enseñara...
- ¡Ja, ja, ja, ja!
- ...y ella lo hizo.
Le di un toque al wiro entre mis manos y boté el humo al cielo carente de estrellas. Habían pintas por todos lados que rezaban cosas como “ABAJO LA DICTADURA”, “¡DEMOCRACIA!”. Lima era un hervidero, las cosas andaban algo inquietas... Pero nosotros fumábamos, y la gente alrededor ignoraba nuestra existencia.
Volvimos a bajar por Quilca:
- Te digo que el huevón hizo que sucediera todo esto, lo complicó todo, huevón.
Marcel asiente. Levanta los hombros. Dice que ya no le importa nada, ni siquiera eso. Pero a mí sí me importa, y vuelvo a pensar en Lucciana una vez más.
Estamos en el puesto de La Mosca. La Mosca es una especie de ente. Pasa la mayor parte de su vida entre Galerías Brasil y Quilca surtiendo de música a algunos puestos especializados cosas algo difíciles de encontrar.
- Oye, man... -La Mosca saluda a Marcel con un apretón de manos.
En pocos minutos su puesto ya está abierto al público. No parece tener gran cantidad ni variedad de discos, ni nada. Resulta extraño.
- Conseguí los casetes... -dice, por fin.
Yo estoy cansado de esperar.
Marcel asiente y mira un par de casetes de Piero y Charly García.
- Algo le pasa... a tu perro -le susurro a La Mosca.
El perro de La Mosca yace sobre una manta marrón, algo hippie, sucia de barro y de polvo. Le señalo sus patas traseras. La Mosca le propina un par de patadas suaves en la cabeza.
- ¡Vamos, Rilo, ya! ¡Levántate!
El perro lanza un suspiro.
Le entrega los casetes a Marcel. La cubierta de los casetes está dibujada con lápiz. Un intento vano de imitar la carátula de El salmón. Marcel le paga diez soles por los cuatro casetes. La Mosca dice que en Polvos Azules venden el paquete con cinco discos, no sabe a cuánto. Dice que es una caja, y que en la caja hay un librito con las letras y algunas fotos donde a Calamaro se le ve cadavérico, oscuro, flaco, como un drogadicto... La Mosca sonríe. Dice que se pasó una noche escuchando y grabando el material. La Mosca volvió a sonreír. Está raro el álbum, dice. Un poco raro está, y termina.
La Mosca dice que lo llamemos por si necesitamos algo de hierva. Yo no sabía que Marcel le comprara a La Mosca marihuana, pero parece que Marcel tampoco sabía que La Mosca vendía. Yo le pregunto una vez que estamos afuera, cómo conoce a La Mosca. Y Marcel dice:
- Un amigo de la Universidad me lo presentó.
Yo le pregunto que qué amigo de la Universidad es ése que le presentó a La Mosca.
- Un amigo que no conoces.
Volteo y examino los casetes. Marcel parece contento. Parece que ya no piensa más en Lucciana y puede descansar un poco más de todo esto por un rato.
Sonríe.
- Ahora sí debo ser el único sujeto en toda esta ciudad con el álbum completo de El salmón.
Le doy la razón.
- Sí. Tú y el tío ése de Polvos Azules...
Es domingo temprano. Me despierto agitado con el sonido del teléfono. Corro hacia él atravesando la sala de estar con la televisión prendida. Son las doce del mediodía. Contesto el teléfono. Es Walter.
- ¿Cómo te va Gustavo?
- Bien...
- Te he despertado... -Walter lanza una carcajada.
- Así parece.
Asomo mi cabeza por la ventana. Mi madre riega el jardín con una manguera sin zapatos y escucho que Tomás está tocando guitarra en algún lado. No sé por qué está prendido el televisor de la sala, lo apago.
- ¿Viste lo que pasó anoche?
- ¿Por qué no apareciste?
Escucho la respiración nasal de Walter...
- ¿Viste lo que pasó?
Veo una vez más a mi madre. Riega el jardín sin zapatos y me temo que se va a enfermar.
- ¿Lo de Montesinos, lo del nuevo vladivideo?
Walter lanza otra carcajada.
- Ya fue el chino, ¿no? -le comento.
- De hecho. Hace rato.
- ¿Y ustedes qué hicieron? -pregunta Walter.
- Estuvimos aquí, en mi casa.
- ¿Quienes?
- Marcel, Marc, yo... y creo que también estaban Dedo y El Men...
Escucho que Walter dice algo así como: esa gente...
- ¿Y qué pasó? -me pregunta- ¿qué pasó con Lucciana y Marcel, y todo eso...?
Me pregunto por qué Walter me pregunta aquello justo ahora, mientras lo que yo más quiero es volver a mi cuarto y volverme a dormir, o llorar.
- No sé, creo que todo está bien...
Error: Marc había roto un cenicero valioso que estaba ahora estúpidamente escondido debajo de una mesa, alguien había orinado encima de una bolsita incaica de Lucciana, y la habían llenado de latas de cerveza, y la habían botado a la basura sin titubear.
- ¿Qué más? -preguntó Walter, entre risitas.
Marc y yo nos habíamos batido a golpes escuchando las primeras canciones del segundo disco de El salmón. Finalmente nos habíamos odiado después de poner sobre la mesa nuestra verdadera condición frente a ella.
- ¿Y qué más?
- No sé huevón, fue extraño.
Estábamos en la mesa, sentados, bebiendo, cuando Marc había dicho que yo era un maldito hijoputa, no sé por qué (supongo que por haber intentado ligar con Lucciana) y yo le dije que el único hijoputa era él, y empezó a sonar una canción larguísima y absurda (sin duda alguna, desquiciada) en algún momento del disco número cinco, y todos empezamos a gritar que era un puta, que Lucciana era un puta, y que nosotros éramos unos completos hijoputas por estar así con ella.
- Asu...
- Es todo lo que te has perdido, Walter.
Empezamos a llamar por teléfono a números de gente apellidada Eloy (sólo para gritarles ¡Eloy! ¡Eloy!) y a los pocos minutos nos devolvieron la llamada con amenazas de demanda, a eso de las tres de la mañana...
Antes de colgar, Walter me pregunta:
- ¿Y qué va a pasar ahora con Lucciana?
- Qué va a pasar... nada. Supongo que tarde o temprano desaparecerá...
Walter reniega, dice que no puede desaparecer antes de hacerla con ella.
- ¿Hacer qué con ella, Walter? -le pregunto.
Walter dice:
- Ya sabes, hombre.
Y yo cuelgo.

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